El duelo es una adaptación emocional por el que pasamos muchas personas y algunas ni si quieras sabemos que estamos en ese punto.
Cuando empieza todo no eres capaz de asimilar bien todo lo que está sucediendo. Estamos tan ocupados en saber qué le pasa a nuestro hijo, a no perder ninguna cita médica, que no nos damos cuenta del cambio tan grande que está a punto de ocurrir en nuestras vidas.
El proceso que vive cada persona es diferente. En mi caso llevé muy bien la noticia de que mi hija era sorda, al menos de cara al mundo. Intenté siempre quitarle importancia, como si a mi hijo lo que le pasaba fuera una caída tonta en un parque. Intenté tapar mucho mis emociones tanto que me obligaba a llorar a escondidas, como si estuviera cometiendo un delito. Quizás mi error fue pensar que ya teníamos suficiente, que estar mal era un añadido al problema.
A veces, tenemos que ser menos egoístas con nosotros mismos y permitirnos caer sin vergüenza, sin pensar en los demás y un poco más en uno mismo.
A mi contener todas esas emociones con las que luchaba me hizo caer, y caí porque ya no tenía ni fuerzas ni ganas de seguir aparentando que todo iba de maravilla. Acababa de saber que mi hija de 2 años y medio era sorda, me inundaba la culpa, la rabia, el desconocimiento y muchas dosis de irrealidad.
Cuantas veces le había hablado y no se había girado, y no me di cuenta. Cuantas veces le reñí y pensé que no hacía caso por rebeldía. Cuantas veces le repetí que dijera algo, y no obtuve nada. Cuantas veces la miré pensando que todo estaba bien, que necesitaba tiempo. Y fue el tiempo quien nos ganó. Cuantas veces hablé con su pediatra y no vio ningún problema.
Sé que todas estas cosas y muchísimas más, me acabaran acompañando de por vida. Siempre tengo la sensación de que le fallé como madre. Muchas veces veo vídeos de ella antes de conocer que era sorda, y veo tantas evidencias que ella era sorda y yo estaba ciega, quizás de amor intentando ser la mejor madre, pero le fallé.
Durante todo este proceso recuerdo el momento exacto cuando me di cuenta que yo no estaba bien, que normalicé estar bien cuando no lo estaba y había aprendido a callar miedos y preocupaciones. Ese momento fue cuando acudí al médico, llevaba mucho tiempo sin poder dormir bien por las noches y tenía mucha ansiedad, quería que me mandara alguna pastilla para la ansiedad porque era lo que de verdad me molestaba diariamente. Mi médica me dijo que no había pastillas para la ansiedad como tal, y me preguntó si había pasado algo que hubiera ocasionado todo eso. Y me rompí. Ahí fue realmente cuando me di cuenta que estaba mal, cuando no pude evitar ni una vez más llorar delante de alguien, cuando de tan solo preguntar te derrumbas.
Le dije que a mi hija hacía casi un año que le habían diagnosticado sordera, que la habían operado y que estaba en el proceso de aprender a escuchar y a hablar. Me costó parar de llorar en ese momento, pero lo necesitaba. Mi médica me consoló lo mejor que pudo y me dijo que lo que tenía era depresión.
Realmente no me tome las pastillas que me mandó por mucho tiempo, principalmente porque me dejaba sin energía todo el día, y mi hija necesitaba que yo estuviera al 100%. Pero ese momento hizo que cambiara un poco mi forma de pensar, aún me cuesta decirle a alguien que estoy mal, que todavía la situación me sobrepasa, pero al menos me permito desahogarme de vez en cuando.
Creo que una de las cosas más complicadas de este proceso es aceptar que nuestras vidas han cambiado y que no volverán a ser lo mismo.
A mi todavía hay días que lo pienso y parece que estoy viviendo en un sueño, que no es verdad lo que estamos viviendo.
Para todas las familias que estáis en algo parecido mi consejo es que no intentéis tapar el sol con un dedo, que hay mucha gente a vuestro alrededor que os puede ayudar, que desahogaros con ellos está bien y que no tenemos que ser fuertes siempre.